martes, 31 de mayo de 2011

Una montaña de recuerdos y alegría.

Un

Tengo muchas cosas que contar sobre esta historia, quizás demasiadas para contarlas todas ahora. Lo primero es que está inspirada en una amiga a la que quiero un montón y aunque el personaje no es ella, quiero admitir que gracias a ella vino la idea.
Este cuento lo escribí versionando otro, ampliándolo y corrigiéndolo, preparándolo para participar en un concurso intercultural a nivel  provincial llamado “Cuéntanos tu alegría”,  el fin del concurso y de este cuento es promover la pluralidad social, o dicho de otro modo, respetar a los demás a pesar de las diferencias.
Al final gané el tercer premio y, aunque me da bastante vergüenza, estoy muy contenta porque es el primer premio que gano haciendo algo que me gusta tanto, escribir.
Y por último quiero destacar la foto y darle las gracias a mi amiga por prestármela para acompañar la historia.

Marzo 2011

Un cuadrado perfecto entre mis manos y novecientas noventa y nueve sonrisas a mi alrededor.
No estoy muy segura de cuándo comenzó esta locura. Tal vez, el primer día en que vi una sonrisa. No, no puede ser, de eso no logro acordarme. Tuvo que ser mucho tiempo después. En ocasiones, pienso que comenzó el primer día cuando doblez a doblez convertí un papel en algo que me prometía mis sueños más deseados: navegar, volar… Puede que fuese el primer día en que vi sus ojos diferentes, cuando conocí su tenacidad absolutamente necesaria para sobrevivir. A pesar de las dudas, ahora estoy casi segura de que todo comenzó en aquella ocasión en que convertí una sonrisa en algo que se podía tocar. Voy a intentar contaros de la forma más ordenada posible cómo llegué hasta aquí, hasta este dilema, hasta esta decisión. Los protagonistas de las sonrisas que me rodean tendrían mucho más que contar, pero ellos no están aquí. Yo solo tengo sus sonrisas y mis recuerdos y os prometo que lo pondré todo a vuestra disposición.
De todos ellos, a la que más conozco es a la autora de la primera sonrisa. La conocí cuando ambas, aunque por razones distintas, estábamos perdidas y nos ayudamos a reencontrarnos. Ella se encontraba en un país extranjero, rodeada de gente que no tenía sus rasgos y que hablaba un idioma desconocido. Al principio no era más que una atracción para todos nosotros (me incluyo con vergüenza, pero es cierto). La novedad pasó igual que cualquier moda pasajera y cuando la vi caminar cabizbaja y sola quise acogerla entre los míos, pero me costó mucho más trabajo del que imaginaba.
Con el tiempo ambas fuimos aprendiendo una de la otra, fui aprendiendo cosas que ella misma me contaba, al principio por gestos pero supo abrirse paso entre nosotros porque luchaba como diez españoles y demostró ser mucho mejor que nosotros en muchos aspectos. Al poco, todos comenzamos a llamarla Chus, no porque se llamase Mª Jesús, ni mucho menos, sino porque su nombre chino era tan difícil de pronunciar como de recordar y a mí me sonaba extrañamente a un estornudo.
Me habló de su país, China, un lugar lejano y remoto para mí, pero no para ella. Para ella era su hogar al que siempre decía que iba a regresar y que brillaba en sus ojos cuando lo mencionaba.
Me habló de su familia, dividida en diferentes lados del mundo, y de las amigas, que había tenido que dejar atrás para seguir a sus padres a aquel país.
La frase que me abrió el apetito de proverbios la vi por primera vez escrita en una pizarra en el mismo instituto en el que conocí a Chus. “Si lloras durante la noche por no poder ver el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas” Chus y yo, en uno de los ratos muertos que pasábamos en el instituto, comenzamos hablando de la lluvia y terminamos hablando de proverbios. Y conforme me lo contaba, iba construyendo con sus ágiles dedos una grulla preciosa con paciencia y precisión. El proverbio chino dice que si eres capaz de hacer y reunir mil grullas de papel puedes pedir un deseo. Pero yo quise ir mucho más allá, y mientras terminaba la primera grulla de mi vida supe que lo intentaría y que solo guardaría aquellas que fuesen acompañadas de una sonrisa igual de espléndida y sincera que la que me brindaba Chus en aquel momento. Así fue como me convertí en una cazadora de sonrisas. Y no ha sido nada fácil encontrarlas y reunirlas; no porque la gente de nuestro entorno no sonría, sino porque nos trae sin cuidado la felicidad de los demás.
Cuando apenas tenía cinco grullas en mi caja de cartón comenzaron los exámenes finales de aquel curso y yo, acompañada de todos los estudiantes que me cruzaba, mantenía la concentración en eso. Pero hubo algo, un instante, un sonido, que me hizo recuperar todo mi interés por las sonrisas y olvidar los exámenes por un segundo. Me encontraba en la biblioteca enterrada entre apuntes de Física, Literatura y Matemáticas y a ambos lados, jóvenes de mi misma edad o algo mayores intentaban concentrarse como yo bajo la luz insistente y fría de aquella habitación enorme y abarrotada. Y ocurrió, el sonido de una risa me cortó a la mitad de una fórmula que tendría que empezar de nuevo, pero no me importó. Más allá, en un sillón de aspecto muy cómodo se encontraba un joven en una postura absolutamente relajada, casi inapropiada para aquel lugar público. Era el único joven que parecía divertirse en aquel lugar y en sus manos portaba un simple… un simple cómic. Nada más. Lo observé con detenimiento y vi que seguía sonriendo. Arranqué un trozo de papel abarrotado de ejercicios y comencé a doblarlo hasta convertirlo en una grulla. Una grulla hecha de nombres de grandes escritores, fórmulas de física y ecuaciones donde guardé con cuidado la sonrisa. Al pasar cerca del sillón de vuelta a la calle silenciosa lo vi: era un cómic de Mafalda. “Quino” ponía en la portada. Exacto, un argentino que había escrito tiempo atrás las bromas de Mafalda me había regalado una sonrisa. Abrí el cómic envidiando la sonrisa del muchacho y, sin fijarme mucho, comencé a hojearlo, y… de pronto, mi vista se paró en un bocadillo en el que relucía el proverbio hindú que tanto yo quería. Esta vez, fui yo la que sonrió.
Aunque tenía exámenes intentaba buscar siempre algún hueco para hacer deporte. Así que, un día en el que ya había estudiado seis horas, decidí ir a relajarme un poco y nadar. Cuando ya salía duchada y mucho más relajada me crucé con una curiosa pareja. Era un anciano, quien el poco pelo que conservaba lo tenía blanco como la cal y andaba erguido a pesar de los signos de avanzada edad. Llevaba cogido de la mano a un niño tan oscuro como la noche. En la tez del niño resaltaban mucho sus ojos llenos de ilusiones y su sonrisa inocente de dientes de leche. No paraba de saltar y le decía muy excitado a su abuelo: “Abu, abu, cuéntamelo otra vez. Porfa…” “Te lo acabo de contar Javier” decía el anciano.
Las probabilidades de que aquel niño fuese “sangre de su sangre” eran casi nulas y, sin embargo, el hombre no tenía la expresión de cansancio en el rostro al contestar, sino todo lo contrario. En él relucía la emoción de ver cómo su nieto se divertía con una historia vieja contada con cariño. El anciano cedió con una sonrisa deslumbrante, no por su dentadura precisamente, sino por la alegría de volver a contarlo.
“Vivía en una pequeña aldea un hombre que no sabía leer ni escribir y que tenía un gran dilema…” - contaba el anciano con voz grave. “…quería escribirle una carta a su novia ¿verdad?” - dijo el niño sonriendo con la picardía de quien dice algo que no debe.
“Sí, claro. Él estaba enamorado de una dama, pero no sabía cómo decírselo…” - seguía el anciano con paciencia.
Por desgracia, se alejaron y yo me perdí en un autobús lleno de gente criada con viejas historias contadas con cariño. Pero de aquella jamás conocería su final. Así que, para no olvidar el comienzo y las sonrisas que la acompañaban, comencé a doblar con cuidado el folleto de un tenista que me habían dado en la recepción. Cuando acabé colgué la sonrisa de un anciano y de su nieto adoptivo en cada una de las alas.
Los exámenes terminaron y comenzaron las evaluaciones, se acabó el trabajo de los alumnos y ahora comenzaba el de los profesores. Y ellas se acercaban sin remedio. Fríos folios que portaban la sentencia de todos nuestros veranos, el fruto de todos aquellos meses: las notas finales.
Mi folio solo portaba un pleno de SB, tristes y sin más fundamento. Yo los miré con indiferencia y le di la vuelta al folio sobre el pupitre. Pero la reacción de mi compañero fue tan contraria a la mía que no pude pasarla por alto. Le entregaron las notas, las miró y derrochó toda su felicidad y su asombro en una sonrisa que brotó en su rostro. La sonrisa solo la había visto yo y era en ella en la que mostraba sus verdaderos sentimientos: el orgullo de la victoria, lo había conseguido. Para aquel chico, tres años mayor que yo, sacar todas las asignaturas era un logro que le había costado sangre, sudor y lágrimas. Era un tunecino del que no conocía más que las palabras que intercambias con un compañero de pupitre. Pero no hacía falta conocerlo para darte cuenta de que estaba luchando contra la etiqueta que le había puesto la sociedad por sus amigos, los lugares que frecuentaba, la vida que decían que llevaban sus padres… Él luchaba por salir de aquel agujero succionador y me alentaba la idea de que lo estaba consiguiendo, de que tal vez yo había contribuido aceptando aquel lugar que, al principio, nadie había aceptado, y aquellas notas eran el primer paso de todos los éxitos que le esperaban.
Me apresuré a copiar mis notas en un minúsculo trocito de papel y comencé a doblar. Cuando me encontraba en esta tarea vi que Chus, algunos pupitres más alante, levantaba los pulgares con una pregunta entre las cejas fruncidas. “¿Todo bien?” preguntaba su expresión. Me apresuré a sonreír y contestarle que sí enérgicamente.
Para no olvidar nunca la sonrisa ni aquella expresión, cogí la grulla y la sellé con la sonrisa de triunfo de un tunecino al que no recordaría si no fuese por ella.

Pasaron las últimas semanas de curso y, perezoso, llegó el verano. Celebramos las buenas notas de muchos y las malas notas de algunos. Chus y yo invertimos la mayoría de las mañanas en ir a la playa, y allí: hablar, nadar, jugar al voleibol, ligar si se podía y broncear nuestro cuerpo de la alegría y la libertad que vibraba en el aire aquel verano.
Tras una de aquellas mañanas, yo me encontraba en un autobús con el pelo destilando agua salada, con la mirada perdida en el mar que se veía por la ventana y con los pensamientos revueltos. Pero no cesaba de notar una mirada infantil, y ya que era insistente, opté por corresponderla. Al hacerlo, me topé con una pequeña mujercita de escasos dos años. Desde su cochecito y bajo un sombrerito veraniego me observaba con gesto de concentración. Era rubita y estimaba que extranjera, tenía la piel blanquita como la leche y los ojos del mismo azul del mar. Y sin más, me sacó la lengua con gesto burlón aunque inocente. Al principio me quedé perpleja, pero le respondí al gesto casi de inmediato, divertida. Y así comenzó una guerra de burlas y lenguas mostradas con una pequeña desconocida. De pronto, una risa estalló en el pecho de la niña precedida de una sonrisa. Unas carcajadas tan puras como cabía esperar, y yo, que no pensaba ser menos, comencé a reír también contagiada de aquella alegría tan absurda y me acordé de otra frase de las que te dejan marcada “lo maravilloso de la infancia es que todo en ella es en sí una maravilla.” Y así fue como una pequeña infante de rizos rubios y mofletes rosados me dio una sonrisa. Cuando su madre y ella se bajaban del autobús hablando en un idioma desconocido, yo fui hasta un asiento en el que lloraba su soledad un periódico abandonado, y haciéndome con la página de los chistes comencé a doblar las viñetas para conseguir la grulla que guardaría una sonrisa de verano.
La primera semana de Agosto incluso Chus se fue de excursión con una especie de comunidad de chinos en la que varias familias viajaban por el país para hacer turismo. Esa misma semana regresó mi hermano de su curso “Erasmus” en Alemania. Hacía mucho que no pasaba tiempo con mi hermano y, puesto que Chus no estaba para acompañarme a la playa, decidí que hiciésemos algo juntos. Y sin más de dos conversaciones, en menos de doce horas, ya nos encontrábamos llenando de ropa y comida para cinco días las mochilas de montaña. A mi hermano siempre le encantaron aquellos planes: escapadas a la naturaleza de forma espontánea y sin más previsiones. Sin ataduras ni horarios, comida y saco de dormir a los hombros “¿Qué más necesitas?” solía decir. Así que cogimos el pequeño coche de mi madre y nos lanzamos a la aventura.
Durante el viaje en coche me di cuenta de que mi hermano seguía siendo el mismo hippie de medio pelo con vocación de cura que había conocido siempre. Una mezcla extraña pero real. Mi hermano era el que más fervientemente seguía la religión católica de mi familia, pero vestía como un desaliñado hippie, le gustaban las decisiones espontáneas, los viajes en los que no dependía de nada que no fuese lo que podía portar en una mochila y la naturaleza, por encima de muchas otras cosas.
El viaje se hizo ameno con Bob Marley acompañándonos, desde dentro de un viejo CD, gran parte del camino. Y llegamos a la parte más oeste de Cantabria en un tiempo que a mí me pareció demasiado corto.
No sé cómo, pero mi hermano tiene un talento especial en encontrar lugares preciosos y encantadores para pernoctar. Era un lugar entre árboles, lejos de las ciudades en un pueblo pequeñísimo y rústico en el que una anciana tenía una pensión. Las dos noches siguientes las pasamos en ruta, una ruta dura pero en muchos tramos agradable con lugares preciosos. El tercer día alcanzamos, después de un gran esfuerzo, nuestra meta.
La sensación de absoluta victoria y de triunfo que me atravesó como si de un torrente se tratase al sentarme en precario equilibrio sobre el vértice geodésico no se puede describir con palabras que yo conozca. Me recordó vagamente a lo que había visto en los ojos de mi compañero de pupitre dos meses atrás.
Mi hermano llegó y se sentó apoyando la espalda en una piedra con gesto cansado, pero con la misma triunfal expresión en el rostro, me cogió la mano y se puso a rezar el Padre Nuestro. Cuando acabó y la solemnidad se disipó me puse a reír a carcajada limpia, porque a mí me parecía tan apropiado ponerse a rezar en aquel momento como bailar “La Macarena”. Y eso mismo es lo que hice aún entre risas, comencé a bailar “La Macarena” y mi hermano me siguió, no ofendido ni mucho menos, sino sorprendido y divertido por mi reacción. Yo creía en el mismo Dios al que mi hermano le rezaba, hablaba con él más a menudo de lo que me gustaba reconocer y lo respetaba, pero recitar unas palabras frías y sin sentido, predichas anteriormente por otro, siempre me pareció absurdo. Cuando acabamos, mi hermano no paró de sonreír y miró todo lo que quedaba a nuestros pies en aquel reducido espacio que significaba el culmen de nuestra victoria. Allí mismo comimos nuestros bocadillos y allí mismo guardé la sonrisa de mi hermano, una grulla hecha con una servilleta.
Volví de la escapada con mi hermano y Agosto llegó a su fin. Así comenzó la quincena de vacaciones que yo siempre había querido más porque significaba la vuelta de todos a casa y apurar al máximo todos juntos nuestros últimos días de libertad pasándolo bien a más no poder.
Y eso hicimos. Aquella tarde, la víctima fue mi casa pero sin duda mereció la pena. Refrescos, palomitas, chuches y pizzas, música y muchas ganas de pasarlo bien. Ambiente alegre y relajado en el que surgían conversaciones serias que podrían discutirse en cualquier reunión de la ONU. Nosotros no andábamos muy lejos, ya que era el mote mofante con el que nos llamaban algunos.
Lancé una mirada general y me di cuenta de que algo más de la mitad de las personas que allí nos encontrábamos eran extranjeras, de distintas creencias o procedencias. En aquella habitación con refrescos en la mano había una pareja de rumanos, los dos de familia ortodoxa; una argelina, que hablaba animadamente, era de religión y costumbres musulmanas; un brasileño que movía la cabeza al ritmo de la música, trataba a las bailarinas de samba como si de dioses se tratasen; Chus que era china de familia budista; y el resto éramos españoles; algunos, cristianos y otros creían en la suerte o en nada. ¿Pero sabéis qué? Todos teníamos dos ojos y una boca, todos teníamos sueños y ganas de sonreír y de divertirnos.
Nuestra mayor broma siempre había sido escenificar los chistes de nacionalidades “Un francés, un inglés, un chino y un español…” se habían convertido sin remedio en “Un rumano, un brasileño, una argelina y un español…” o cualquier otra variante que era escenificada con humor y acababa con una carcajada general.
Entre rostros desenfadados y bromas constantes surgió un futuro tan poco probable como deseado en el que todos cursaríamos carreras importantes y variopintas, viviríamos juntos y todos juntos seguiríamos pasándolo de miedo. Pasamos aquella tarde entre bailes de amistad y alegría sin límites. Cualquier científico nos miraría con ojos clínicos y les echaría la culpa a las hormonas que todo lo incrementan. Yo, por una vez, echaré la culpa a la igualdad, a la amistad, a diez latas de coca cola y a un viejo radiocasete. A una grulla hecha con una foto que guarda la sonrisa de muchas naciones.
Siete. Siete son las sonrisas que os he contado y novecientas noventa y nueve podrían ser las que os contase. Pero los antiguos consideraban al siete como número que simbolizaba el todo; por tanto, lo dejaré aquí. Solo necesito encontrar una última sonrisa y decidir cuál será el deseo que completará el proverbio que tanto tiempo llevo persiguiendo.
Echo un vistazo a mi alrededor y me doy cuenta de que en esta habitación invadida por un ejército de grullas de papel está contada mi vida desde entonces. Varios tickets de autobuses cuentan todas las sonrisas que allí cacé; los sonrisas que provocaron las sorpresas y regalos de innumerables personas, como aquel cartel que empapeló la facultad en el que mi novio me gritaba que me quería; la canción que me había compuesto un gran amigo que conocí en una peregrinación a pie hasta Roma; una prueba de embarazo negativa de un buen susto que me dio el periodo en mi época universitaria; el papel de una chocolatina que me salvó del desmayo en una ruta por los Alpes; y muchos, muchos más… Y al ver todo esto reflejado en mi memoria y refrescado por lo que me rodea no puedo hacer menos que sonreír. Y he decidido que esa va a ser la sonrisa que sellará mi última grulla, la única sonrisa propia de todas las que aquí se encuentran. Cojo la sonrisa con cuidado y la fundo con el corazón de esta grulla, un corazón que tiene para mí una historia personal. Esta grulla la he forjado con la última carta que me envió Chus desde China. La añoro. Es la persona más distinta a mí que jamás he conocido y, sin embargo, es la mejor amiga que he tenido y tendré jamás.
En una ocasión, me contó que solo había conocido a una persona con la suficiente paciencia para hacer realidad el proverbio, su abuela, y me alegró conocer que su deseo se cumplió aunque Chus no consintió desvelarme cuál había sido.
Así que, ya he decidido cuál será mi deseo. Viajar hasta China y reencontrarme con Chus, contarle que lo he conseguido y que necesito otra de sus sonrisas para volver a comenzar, contarle que cacé mil sonrisas y fabriqué mil grullas reuniéndolas en una montaña de recuerdos y alegría.

Happy:) & Cheerful_